jueves, 25 de agosto de 2011

El Metodo Gabriel: Adelgaza sin Dietas

INTRODUCCIÓN
Mi propia transformación
El Método Gabriel es un sistema,
nuevo y revolucionario, SIN DIETAS,
para ponerte en forma, haciendo que tu cuerpo
quiera estar delgado.
Recuerdo claramente el momento que cambió mi vida para siempre. Fue en agosto de 2001. Pesaba 186 kilos. En los doce años
anteriores había engordado más de 90 kilos.
Acababa de tomar la salida de Paramus/River Edge, en la carretera 4, en Nueva Jersey. Mientras salía, una idea me golpeó
como si fuera un rayo: «Mi cuerpo quiere estar gordo y, mientras quiera estar gordo, no hay nada que yo pueda hacer para
perder peso». Me metí en la calle lateral más cercana y me quedé
allí, sentado en el coche.
No pude pensar en nada más durante los siguiente veinte minutos.
A lo largo de los doce años en los que aumenté 90 kilos, lo
probé todo para perder peso, incluyendo todas las dietas habidas y por haber, desde dietas bajas en grasas hasta dietas bajas en
carbohidratos y todo lo que hay entre las dos. Pasé tiempo en el
instituto Nathan Pritikin, de California y con el mismísimo doctor Atkins, ahora fallecido, en Nueva York.
Me gasté más de tres mil dólares con el doctor Atkins y, al final, lo mejor que hizo fue chillarme por estar tan gordo. También
gasté pequeñas fortunas en todas las curas holísticas concebibles
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y todos los tratamientos alternativos para la salud disponibles.
No importaba lo que hiciera, mi cuerpo continuaba aumentando
de peso.
Todas las dietas o programas que emprendía seguían, exactamente, el mismo modelo. Empezaban obligándome a contar algo
—calorías, grasas, carbohidratos, sal, lo que fuera— y me daban
una lista de lo que no podía comer. Seguía la dieta al pie de la
letra. Por lo general, al principio, perdía peso rápidamente, pero
luego el ritmo de pérdida de peso empezaba a hacerse más lento. Finalmente, dejaba de adelgazar por completo. Llegado a ese
punto, hacía dieta, no para perder peso sino simplemente para
mantener el que ya tenía.
Durante todo el tiempo, mis ansias de la comida que no me
estaba permitida aumentaban. Desalentado y con el ánimo por los
suelos, había veces en que estaba demasiado agotado para seguir
luchando contra mis deseos y me daba una tremenda comilona.
Recuperaba en cuestión de días el peso que me había costado un
mes o más perder. Unas semanas después pesaba, invariablemente, entre cinco y siete kilos más que al empezar la dieta.
No importaba lo que hiciera para perder peso, mi cuerpo luchaba contra mí con uñas y dientes, y al final siempre ganaba.
Después de años de darme de cabeza contra la pared y tratar de
obligarme a perder peso, tuve que admitir que, mientras mi cuerpo quisiera estar gordo, no había nada que hacer.
A partir del momento en que me di cuenta de esto, renuncié
para siempre a hacer dieta. Decidí que, en lugar de obligarme a
perder peso contra la voluntad de mi cuerpo, intentaría averiguar por qué mi cuerpo quería estar gordo.
Así que inicié la búsqueda de respuestas reales. Pasé horas
cada día aprendiendo todo lo que pude de bioquímica, nutrición, neurobiología y psicología. En la década de 1980 asistí a
The Wharton School of Business, en la Universidad de Pensilvania. Mientras estaba en Wharton, empecé a interesarme mucho
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por la bioquímica e hice toda una serie de cursos de biología.
También hice un año de investigación sobre la síntesis del colesterol con el doctor José Rabinowitz, en el hospital para Veteranos de Filadelfia. Esto me dio una base lo bastante sólida en bioquímica para comprender todos los estudios actuales sobre la
obesidad.
Me leía veinte o treinta informes de investigación al día y, después de haber leído varios cientos —tal vez un millar—, no tardé
en convertirme en experto en las más avanzadas investigaciones
sobre la química de la obesidad y la pérdida de peso. También
estudié meditación, hipnosis, programación neurolingüística,
psicolingüística, Terapia del Campo del Pensamiento (TFT son
sus siglas en inglés), tai chi, chi kung, y el campo de la investigación de la conciencia. Incluso estudié física cuántica. Estaba convencido de que las respuestas estaban en algún lugar, en el espacio que separa la mente del cuerpo.
Pero sobre todo, empecé a estudiar mi propio cuerpo. Dejé
de verlo como el enemigo que se negaba a escucharme. Comprendí que el problema no era mi cuerpo, sino que yo no entendía cómo hacerlo funcionar. Desde ese momento, empecé a
prestarle muchísima atención. También dejé de imponerme a
él y obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. Por el contrario, me dediqué a estudiarlo y, como resultado, comencé a
aprender de él.
Como era un estudiante receptivo, mi cuerpo llegó a ser un
maestro muy eficaz. Me enseñó por qué quería estar gordo y qué
tendría que hacer yo para que él quisiera estar delgado.
En cuanto comprendí que había razones para que mi cuerpo
quisiera estar gordo, dejé de hacer dieta. ¿Qué sentido tenía, si la
dieta no iba a solucionar el problema? Más tarde averigüé que
las dietas no sólo no dan resultado, sino que si tu cuerpo ya quiere estar gordo, lo único que conseguirán será hacer que quiera
estar más gordo.
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Renunciar a las dietas para siempre fue lo más grande y liberador que he hecho nunca.
Detestaba hacer dieta.
Detestaba estar tan obsesionado con la comida y tratar cada
señal de hambre como una batalla que tenía que librar. Detestaba
clasificar cada día según lo bien que me había portado: «¡Sí, hoy
he sido bueno!» O, en un mal día: «Vale, hoy esto va mal, pues ve
a por todas. Vete a la tienda y compra todos los pasteles, galletas,
bizcochos de chocolate y todos los sabores de helado que haya.
No, chocolate no. Tiene demasiadas calorías. Coge ése que no
tiene grasas; el de vainilla con plátano. Y ya que estás, podrías
probar también el de fruta de la pasión y el de melocotón. ¡Bah, a
la mierda! Ya que vas a comprar todo eso, igual puedes comprar
un helado de verdad, con chocolate, nueces, bizcocho y dulce de
leche, en tamaño doble. Pero no te lleves sólo ése, porque un día
es un día y, puestos a hacer, también podrías comprar el otro que
hace mucho tiempo que te mueres de ganas de probar».
La dieta y el atracón eran mi manera de vivir, pero cuando
comprendí la situación, renuncié a todo eso. Lo abandoné y dejé
de tener días buenos y días malos; dejé de tratar cada punzada de
hambre como una batalla. Si tenía hambre, comía, y si no tenía
hambre, no comía. Si quería algo con el doble de lo que fuera, lo
tomaba. Daba un bocado o dos o diez o me lo comía todo. Como
ya no llevaba la cuenta, me daba igual. También vi que muchas
otras personas no cuentan lo que comen. No prestan atención y,
sin embargo, nunca aumentan ni medio kilo. Yo digo que son
«naturalmente delgados».
Como es natural, los delgados no tienen una relación disfuncional con la comida. No tienen días buenos y días malos. No hay
cosas que no puedan comer. Comen lo que quieren, siempre que
quieren. No se preocupan por lo que es mejor para ellos. No les
importa. Sencillamente, comen cuando tienen hambre y ya está...
Final de la historia.

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